Mariposas al borde de la piscina
Mientras tecleo estas líneas, cientos de chicos y chicas están a punto de iniciar una nueva relación, impulsada por el oasis estival. Amor al calor del calor.
Las particulares condiciones del verano, y más aún de las vacaciones, hacen de este tiempo un coto especial para el ligue y el enamoramiento. Especialmente en la adolescencia, pero puede darse en todas las edades, más aún ahora que la pubertad de muchos se extiende hasta la senectud sin pasar por la juventud.
El amor de verano comienza en julio o agosto y muere con las primeras lluvias del nuevo curso. Rara vez continúa porque, por su características, nace en un entorno tan ideal, tan perfecto, que no es capaz de superar el golpe con la realidad. Se disfruta con intensidad en la adolescencia y, en cierto sentido, es una gran escuela para el corazón, aunque en ocasiones termine entre grandes tormentos, precisamente porque no está exento de peligros, como veremos a continuación.
Señalan los expertos que enamorarse en verano es más fácil, primero, porque disponemos de más tiempo libre y estamos más relajados. Segundo, porque el verano, el sol y la playa nos dejan más tiempo para cuidarnos, broncearnos y ponernos tan guapos en esas fotografías playeras que luego, cuando las rescatamos a mediados de febrero, no somos capaces de reconocernos. Por último, la obvia exposición carnal de piscinas, playas y demás caldos veraniegos despierta el instinto depredador del macho y de la hembra, recordándonos que no somos cuerpo y alma, y que el amor es una fórmula de mágicas proporciones entre el espíritu y esos deslumbrantes ojos verdes sobre tez morena. Nada que no sea intrínsecamente humano.
La terraza de modaSexólogos y psiquiatras más o menos oportunistas, de los que llenan en verano las secciones de ocio de decenas de periódicos y revistas, recomiendan aprovechar al máximo los amores de verano, para entregarse a la oportunidad del disfrute romántico y sexual más cinematográfico y crecer en autoestima de cara al duro invierno. Acabo de leerlo en una de esas revistas de peluquería para chicas. El gran consejo final era tan absurdo como decadente: “Liga todo lo que puedas este verano y te sentirás mejor”. No me pregunten por qué, pero a la autora del artículo me la imagino psicóloga, fea como una noche de invierno a la intemperie, rondando los 50, divorciada unas quince veces, sin hijos y en una profundísima depresión crónica desde los 30. Ojalá me equivoque. Por ella.
Otros expertos, en cambio, ofrecen la alternativa del sentido común, y aconsejan vivir con cierta prudencia las bravuconadas del corazón durante los meses más cálidos. Al fin, tras el calor llegará el invierno -recuerdan-, y las heridas de una relación de verano que se ha llevado demasiado lejos, y que ha terminado por romperse en septiembre, pueden lastrarnos durante largo tiempo. No es oro todo lo reluce en el amor y aprender a administrarlo y a interpretarlo es, quizá, una de las tareas más importantes de nuestra vida, si tenemos en cuenta que la felicidad depende en gran medida del amor.
Por su duración, los amores de verano rara vez llegan a serlo técnicamente. Tan solo alcanzan a recorrer la primera senda, la del enamoramiento, de un camino mucho más largo. Nadie lo explica mejor que el psiquiatra Enrique Rojas en El amor inteligente: “Estar enamorado no es suficiente para que el amor funcione. Es ese el principio, el empujón que pone en marcha toda la maquinaria psicológica de los sentimientos, y en los comienzos estos tienen una enorme fuerza. Pero eso tiene validez solo al principio. El amor es un fuego que hay que alimentar cada día. Si no, se apaga. Hay que nutrirlo de cosas pequeñas, en apariencia poco relevantes, pero que está en la falda de lo diario”.
El flechazo veraniego de playa, piscina o fiesta con amigos es frecuentemente un regalo envenenado. El enamoramiento es un estado fugaz, un medio, no un fin, por más que las estúpidas comedias románticas de nuestros días se empeñen en dibujar eso del ‘amor eterno’ como si fuera un inmutable estado de excitación, levitación y felicidad máximas. Quizá por eso el fin del verano actúa como ese alfiler que estalla el globo exageradamente hinchado del amor idílico. “El enamoramiento no puede mantenerse mucho tiempo”, escribe el filósofo José Ramón Ayllón, “porque la vida humana implica una pluralidad de actividades que impide el arrebato permanente, y porque la plenitud anunciada es un programa que debe ser realizado en el tiempo”.
Pero aun cuando la pareja formada al calor y la samba del verano sepa enfocar correctamente los rugidos de su corazón, en muchas ocasiones tendrá que luchar contra otro elemento, tan frecuente como decisivo: la distancia. Y es que muchos de los amores de verano se producen precisamente durante nuestras propias vacaciones, en las que nos desplazamos a otros lugares y coincidimos a su vez con otros veraneantes. Así, es probable que ambos enamorados tengan que regresar a sus ciudades de origen al término del verano. La relajante sensación de estar lejos del hogar contribuye a formar ese clima propicio para el flechazo estival, de la misma forma que amplifica el golpe con la realidad al terminar las vacaciones.
De pronto, esa rejuvenecida pareja de novios que coincidía a diario en la playa y en las terrazas de moda cada noche, disponiendo además de todo el día libre para verse, hablarse y conocerse con calma, se encuentra con la losa de la distancia, las dudas, el frío de la soledad, la nostalgia y el regreso a una rutina profesional -o a las aulas- en la que todo se habrá vuelto gris, en comparación con el luminoso verano lleno de promesas imposibles. Solo algunas relaciones estivales con suerte, y sólidamente cimentadas y maduradas, pueden resistir y sobrevolar este golpe, dando lugar a un heroico noviazgo duradero, capaz de sobrevivir a la distancia. Pero sin ánimo de restar méritos a los especialistas en las piruetas del corazón, es una hazaña que roza lo imposible. Al menos, estadísticamente.
Bajo el mismo paraguasTodo esto no significa que el hombre deba arrancarse el corazón en verano y arrojarlo al fuego. Nada más equivocado que renunciar a lo que somos. La prudencia en las cosas del amor es siempre un consejo sensato al que, por otra parte, casi nadie acude cuando llega el momento; lo cual no implica que debamos grabarlo en la conciencia, para saber cómo obrar cuando estemos perdidos, que será la mayor parte de nuestra vida. De todos modos, acudo de nuevo a una cita del Dr. Enrique Rojas para explicar la actitud realmente humana y razonable ante los flechazos tan frecuentes en estos meses de ocio: “Un hombre sin pasiones no es un hombre; lo importante es luchar por domarlas, por encauzarlas y orientarlas hacia lo mejor”.
No es posible dejar de amar. No es posible dejar de buscar el amor. Y no es posible volverse inmune de pronto al enamoramiento, con una frialdad extrema que no es ni fuerza de voluntad, porque no es humana. La mejor defensa contra los desengaños de septiembre no es volverse de piedra y hielo, sino añadir un punto de racionalidad a la ensalada sentimental estival.
Por otra parte, tal y como sostienen también los dos expertos citados, contar con el asidero de una vida espiritual activa proporciona la red que evita que el golpe de cada caída sea demasiado doloroso, además de facilitarnos el criterio, e incluso el consejo para no dejarse engañar por las falsas mariposas del amor que rondan algunas piscinas, vistiendo de eternidad lo que tan solo es un instante, y disfrazando de entrega lo que es exactamente su contrario, el egoísmo más atroz.
Y, si el verano no nos ha servido amores buenos ni duraderos, o incluso si nos han hecho sufrir en vano, podemos acogernos al consuelo de que, objetivamente, el invierno es mucho más romántico que el verano. Al fin y al cabo, siempre ha sido más bonito cobijarse bajo el mismo paraguas en una tarde gris de lluvia y frío que sobrevivir entre sudores bajo la misma sombrilla de colorines en una playa plagada de turistas y olor a carne a la parrilla que lleva demasiados días fuera de la nevera.
ITXU DÍAZ
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