Morir nos sienta fatal

 

  • El pequeño Víctor (5 años) contempla la cuna en la que duerme su hermana recién nacida. Y entonces, ante la incrédula mirada de su madre Paloma, exclama: “¡Qué suerte tiene Laura, que todavía no sabe que se va a morir!”. La anécdota es real y revela que, más allá del rechazo que produce, la muerte está presente desde muy pronto en la conciencia del ser humano... aunque a veces prefiramos no ‘mentar la bicha’.
    Llega un paquete a la redacción que, al abrirse, descubre un libro titulado Morir nos sienta fatal. Diálogos a vida o muerte, sobre el que el director ordena profundizar. Un libro sobre entierros, diagnósticos fatales, expectativas espirituales, sueños incumplidos... Y parece preferible hacer un inventario detallado de grapas y clips antes que ponerse a reflexionar sobre algo tan inevitable y cierto como la muerte.
    Y, sin embargo, ha habido tres personas -la periodista Mª Ángeles López Romero, la enfermera de cuidados paliativos y teóloga Marta López Alonso y el cirujano Antonio González Garzón- que han compartido tardes y tardes para dar a luz a casi 300 páginas que, editadas por San Pablo, ofrecen un completo ensayo sobre el final del camino -aunque ellos huyen de eufemismos como este-, sobre la necesidad y la importancia de la verdad y, contra todo pronóstico, sobre la paz y la esperanza.
    Y parece algo necesario en una sociedad que, aseguran los autores, se cree casi inmortal, ha desterrado la muerte de sus vidas -los niños ya no van a entierros- y que, además, es curiosa por naturaleza. Un dato: la palabra “muerte” tiene más entradas en el universal buscador Google -sesenta millones de resultados- que la ultramanida e hiperbuscada “sexo”. Parece que la parca importa.
    Lo decía a sus alumnos de Medicina el doctor Álvaro Gándara, experto en cuidados paliativos: “¿Saben ustedes cuál es el porcentaje de mortalidad del ser humano? El cien por cien”. Y sin embargo -así lo apunta la autora de Morir nos sienta fatal y así lo corroboran sus interlocutores- en la sociedad hiperpoderosa de hoy la muerte se ve como un fracaso de la ciencia médica.

    ¡No sabe nada, no sabe nada!Hay evasión de gravedad y parece que nadie piensa en la posibilidad de ‘entregar la cuchara’ hasta que escucha la palabra “cáncer”. “Cuando en realidad, como se suele decir, la única condición para poder morirse es estar vivo”.
    Así pues, aceptada la condición mortal del ser humano, el debate hace suyo el viejo aforismo de que “el médico muy pocas veces cura, algunas más alivia y la mayoría de las veces consuela”. Y hablando de consuelo, ¿dónde queda cuando hay que comunicar un diagnóstico fatal? Aquí médico y enfermera apuestan por la verdad, incluso en contra de lo que han oído en las aulas y aprendido durante sus primeros años de profesión, cuando -recuerda González Garzón- “nos enseñaron que la mentira piadosa era el criterio ético. No podías ser tan bestia de decir a un paciente grave lo que tenía”.
    Pero su experiencia con la muerte les dice que “antes la verdad que la paz”. Explica el médico que está harto de dirigirse a la habitación de un paciente al que acaba de operar y ver salir a la familia al pasillo, hablando bajo, casi con gestos, advirtiéndole de que el paciente “¡no sabe nada, no sabe nada!”. Y se pregunta por qué a un adulto que ni se ha vuelto “tonto de golpe ni han incapacitado” se le trata como a un niño. Mentir al paciente es, para este médico, una frustración, la forma más fácil de generar sospecha y desesperanza en esa persona enferma que está en sus manos y que debe confiar casi a ciegas en él.
    Que no se confunda el amor a la verdad del doctor con falta de humanidad que González Garzón es de esos médicos -pocos- que se acerca a la habitación de cada paciente que se le muere para estar con la familia, para despedirse y “como soy cristiano, para rezar un oración por él, aunque eso no se lo digo a los familiares”. También les besa y, cuando en vida confían a él su angustia por el último viaje, “no les digo que estén tranquilos, pero sí que desde mi punto de vista, la muerte no es el final, es una puerta”.
    Entonces, ¿cómo decir la verdad, la amarga verdad, con humanidad? Con esperanza. “Diagnóstico, no pronóstico, porque si el ser humano supiera el plazo exacto de vida que le queda, se volvería loco. Siempre hay que mantener la esperanza”.El recibo de los muertosLa mente humana no está hecha para saber el día y la hora, pero sí tiene la certeza de que ese día llegará. Lo sabían las abuelas -“hasta mañana si Dios quiere y nos deja amanecer”- y los mayores que acudían, con naturalidad, a “pagar el recibo de los muertos”. Y lo saben también, aunque a veces no lo expresen con palabras, los enfermos: recuerda Isabel, una manchega curtida en penas, cómo su hermano enfermo le cogió un día la mano y, mirándola a los ojos, le dijo: “Tú sabes lo que me va a pasar, ¿verdad?”. Ella no contestó con palabras. Sus manos unidas y sus miradas fueron un auténtico diálogo del adiós.
    Porque si algo tiene la muerte clínicamente anunciada es que permite decir “gracias”, “adiós”, “te quiero”, “perdóname” o “te perdono”.
    Y ahí, en esas últimas palabras y esos últimos momentos es donde cada uno cumple aquello de morir como ha vivido. “Los ataúdes no tienen bolsillos”, recuerdan los autores, y es importante soltar lastre en vida, ser desprendido, no dejar más cadáveres por el camino que los que la vida te imponga y llegar al final con las cuentas claras.
    Así lo han aprendido enfermera y médico: el segundo ha entregado su herencia en vida -“a mi hija un piano que le gusta, a mi hijo un cuadro...”- y la primera ha apostado por un carpe diem sano, de vivir con plenitud cada momento de la vida. Porque ver morir enseña, sí, pero también duele, y por eso ella, que sostiene a los moribundos en su último suspiro y prepara a los cadáveres para entregárselos a la familia, prefiere no ver al difunto en un entierro. Lo mismo que el doctor. “Es un cuerpo frío, no es ni el alma ni el cuerpo de tu ser querido; es solo el receptáculo donde él estuvo”.
    Llegados al adiós, la conversación se centra en dos puntos comunes a cualquier despedida: el dolor, tanto del creyente como el del no creyente, y la forma de expresarlo. No morirás jamás
    Vamos con el segundo: si Miguel Bosé se empeña en aquello de que los chicos no lloran, los autores de Morir nos sienta fatal defienden todo lo contrario. Los hombres lloran... o no. Y las mujeres lloran... o no. Despedirse de un ser querido debe ser un acto salido del corazón, libre de ataduras y de falsas obligaciones. “Porque lo que no se llora ahora se medicaliza después”, explica Marta López, que vivió en primera persona lo que supone reprimir el dolor. Con la muerte de su padre ella, de entonces 19 años, fue la estoica, la entera, la que acompañó a su madre sin soltar una sola lágrima. Diez años y mucho sufrimiento después, con motivo del cambio de nicho de su padre, lloró todo lo que tenía que llorar y consiguió, por fin, cerrar el duelo por un hombre maravilloso al que recordará siempre. “Es bueno permitirse estar triste tras la muerte de un ser querido”.
    ¿Y decir adiós? También es, o debe ser, un momento especialmente cuidado. Por eso periodista, médico y enfermera critican sin miramientos la escasa atención de algunos sacerdotes en los responsos y funerales. “Más que sentir alivio o esa mano en el hombro que todos esperamos, recibimos distancia, frialdad y un montón de frases hechas que, en lugar de consolar, exasperan. Quizás alguien debería pensar en elegir para los puestos de capellanes en tanatorios y cementerios a sacerdotes y diáconos con especial sensibilidad, capacidad para las relaciones interpersonales y la empatía y ciertas dosis de formación psicológica, que ayudarían mucho a que su labor fuera fructífera”.
    Se ha ido, nos ha dejado, ha fallecido... hay mil formas, hasta cómicas -Marta López recuerda el día en que, tras limpiar la pierna gangrenada de un paciente lo sentaron a comer y así, delante del plato, se murió, y la enfermera que estaba con ella no pudo evitar decir “esa ensaladilla estaba de muerte”- hay mil formas, decimos, de anunciar la marcha de un ser querido, de referirse a esa puerta a la que el ser humano, apuntan los autores, no debería llegar sin haber reflexionado sobre la vida interior, sobre para quién ha vivido, por quién se ha sacrificado, quién le ha amado. Porque, como dijo Gabriel Marcel, “amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás”.
    Mejor en casaEl padre de Juana se despidió de la vida sentado en su sofá de siempre, en el salón, como había pedido. Su hija recuerda con orgullo la sonrisa que le acompañó al final y la alegría que él se llevó cuando le notificaron que salía del hospital, que volvía a casa. Y es que, según una encuesta realizada por la Organización de Consumidores y Usuarios, nueve de cada diez enfermos preferiría morir en su casa. Solo el 25 por ciento ve cumplido su deseo. ¿Por qué? Algunas veces por cuestiones médicas -es imposible que reciban la atención necesaria en su casa- y otras por comodidad de los familiares, que prefieren alejar la muerte lo más posible de su entorno habitual. Pero también en las UVI y en las unidades de paliativos se viven despedidas tiernas. Cuando enfermeras y médicos hacen la vista gorda y, ante un final inminente, dejan a los hijos dormir a los pies de la cama de su padre o al joven coger la mano de su hermano hasta que llegan a esa puerta a la que los vivos ya no pueden acompañarlos.
    No es serio este cementerioAquel misionero occidental destinado a África no entendía la costumbre local de llevar comida a los muertos, así que le dijo a un nativo:
    -¿Cuándo vais a dejar de creer en estas cosas? ¿Es que de verdad crees que se va a comer la comida?
    -Yo dejaré de llevar comida a mi muerto el día que el tuyo salga a oler las flores -le respondieron-.
    Costumbres culturales que, por irracionales que puedan parecer, ayudan a los vivos a superar la pérdida y a dulcificar la ausencia. Y si bien es cierto que hoy cada vez menos gente va a los cementerios, también lo es que hay familias que siguen visitando juntas la tumba del abuelo para contarle cómo ha quedado el Atleti, hay quien habla a la urna funeraria de su madre anunciándole las visitas y hasta quien paga un dineral por convertir las cenizas de su progenitora en una piedra colgante que llevar al cuello. Todo válido, se apunta en Morir nos sienta fatal, siempre que no sea una contradicción con el tratamiento que se ha dado al muerto en vida. “Como quienes, sabiendo que a su familiar le quedan horas, se marchan de la UVI -’porque total, ¿qué pintamos aquí?’- y luego, eso sí, le llevan flores todos los años y le tienen la tumba limpísima”.
  • ROSA CUERVAS-MONS       

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